Ascensor
Él, desde hace ya mucho tiempo, está enamorado.
Cada día —puntual, casi ritual— llega a su cubículo, ese pequeño espacio que ya siente como una extensión de sí mismo. Desde ahí, desde ese rincón tan suyo, se dedica a contemplar.
¿Y qué contempla?
Observa a esa joven belleza que se sienta algunos cubículos más adelante. Rara vez la ha visto de frente o de cuerpo entero. Pero no importa. Él no está enamorado de su rostro… sino de su espalda.
Hay días en que ella recoge el cabello —muy pocos, para su gusto—, pero cuando lo hace, él puede ver más allá: descubre un cuello fino, delicado, que parece conducir a territorios que solo ha recorrido en su mente.
Otras veces, cuando ella llega tarde, lo hace apurada, y al pasar junto a su cubículo, él tiene la dicha de verla de perfil.
¡Perfil!
Esos segundos le bastan para quedar absorto. En esas ocasiones, cuando se anima a alzar la mirada, puede apreciar más: piernas, manos, cintura… y, por supuesto, su amada espalda. Observa ese contoneo suave mientras se aleja, perdiéndose entre escritorios y divisiones grises.
Cuando alguna compañera charla con ella, a veces suelta una carcajada breve y luminosa.
Y él sonríe.
Secretamente.
Le gustaría ser él quien la hiciera reír así. Le gustaría ver su rostro alegre, completo, pleno. Pero no.
Se conforma con mirar.
Él solo puede mirar.
Hoy, al finalizar la jornada, apagó la computadora, acomodó sus cosas y se dirigió al ascensor. Mientras caminaba, pensó:
—Si alguna vez tuviera la oportunidad de estar a solas con ella, seguro me animaría a invitarla a salir.
Justo cuando la puerta del ascensor estaba por cerrarse, una mano delicada se interpuso.
—¡Espera, que yo también bajo! —dijo una voz suave.
La voz.
La voz de la espalda.
Él tragó saliva. Fuerte. Nervioso.
Y entonces, por primera vez, ella lo miró.
Comentarios
Un texto muy delicado, como a mí me gustan.
Te sigo.
Lena
Son hermosos.