Fernado y María (el ascensor)

Y ahí estaban los dos, de pie, bajo una tenue lámpara que tintineaba con cierta nostalgia. Fernando sentía cómo su corazón retumbaba en el pecho, mientras María aguardaba —serena, expectante— a que Fernando la besara.

Pero ¿cómo llegaron hasta ese instante?
Para entenderlo, hay que retroceder algunas horas, a un baño aún envuelto en vapor y a un espejo que comenzaba a aclararse.

Fernando acababa de salir de la ducha. Envuelto en una toalla, limpió el cristal empañado y se miró con detenimiento: aún joven, aunque ciertas arrugas comenzaban a esbozarse en su rostro. Se preguntó si la cita saldría bien, si habría tema de conversación, si ella reiría con sus chistes. Pero se obligó a dejar de pensar. Había aprendido —a la mala— que la vida rara vez sigue el guion que uno escribe. Así fue, también, cuando habló por primera vez con María.

Caminó hasta su habitación, donde una camisa a rayas y un pantalón esperaban su turno. Se vistió, se peinó con cierto esmero y se roció colonia con la secreta esperanza de que, al final del día, ella lo recordara por su aroma.

Salió de casa mucho antes de lo previsto. Los nervios no le permitieron quedarse quieto.

A kilómetros de ahí, María se ponía los pendientes que le había regalado su madre. Pintó sus labios con un rojo encendido, se aplicó un perfume suave y maquilló su rostro con precisión. Quería verse radiante para Fernando.

Se observó una última vez al espejo. Estaba hermosa.
Sacudió su vestido con las manos, tomó su abrigo y salió de casa.

Durante el trayecto, no dejaba de pensar en él. Desde que Fernando llegó a la empresa, lo había observado con curiosidad y deseo. Pero jamás se atrevió a hablarle. Sus amigas solían decirle que debía esperar: "si le gustas, él tiene que dar el primer paso." Y por un tiempo obedeció. Pero hoy todo era diferente. Finalmente, él la había invitado a salir. La forma fue torpe —casi accidental—, pero eso ya no importaba. Saldrían. Por fin.

Bajó del taxi. Faltaban cinco minutos. Mientras caminaba hacia el café, se preguntaba si él ya habría llegado.

Fernando, en efecto, ya estaba ahí.

Acababa de apagar el último cigarro, las manos aún temblorosas. El estómago era un nudo.

—Disculpe, ¿qué hora tiene? —preguntó, otra vez.
—Las seis —respondió la mesera con tono cansado. Ya le había contestado cuatro veces.

Justo en ese momento, María apareció.

—Hola, ¿llevas mucho esperando?

—No, qué va. Acabo de llegar.

Seguro… —refunfuñó la mesera, al retirar un cenicero con más colillas de las que cabía admitir.

—¿Pedimos algo? —preguntó él, intentando cambiar el tema.

—Claro. Lo que quieras.

Y así pasaron las horas. Platicando. Riendo. Descubriéndose.
Ella era espontánea, encantadora, soñadora.
Él, cuando lograba dejar atrás la timidez, resultaba ser ocurrente, sensible y dulce.
A María le fascinaba eso de él: que su fragilidad no le restara fuerza, sino que lo volviera más humano.


La noche los encontró caminando de la mano por calles tranquilas.

Cuando llegaron a la puerta de su casa, María solo deseaba un beso.
Fernando, feliz y nervioso, no sabía si debía lanzarse o esperar alguna señal.

Dudó. Un segundo. Dos.
Pero recordó todo lo que le costó llegar hasta ahí.

Cuando María le dijo "buenas noches", Fernando no la dejó ir.
La tomó con suavidad —pero con decisión—, la atrajo hacia él y la miró a los ojos como si fueran estrellas.
Acercó su rostro, sus labios, su aliento...
Y la besó.

Un beso torpe y perfecto.
Un instante breve, pero eterno.
Una noche, la más maravillosa de su vida.





Comentarios

Unknown ha dicho que…
Aaahh!! muy bueno!!
pájaro pequeño ha dicho que…
Me encanta, jajaj
Jo ha dicho que…
y pensar que historias tan magnificas comienzan en un ascensor
Unknown ha dicho que…
con estas historias hasta ganas dan de tener un elevador jajaja, cuidate

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