“Hola, solo escribo para saber cómo estás y… bueno… para decirte que te extraño mucho. Fue mi error, sí. Mío. El haberte dejado. Me porté mal contigo, y ahora sé que no te lo merecías. Lo siento. Lo siento enormemente.”
Así comenzaba aquella carta. Venía de alguien a quien Laura creía olvidado. Al principio, su lectura le provocó una punzada de rencor. Pero a medida que avanzaba entre las líneas —tímidas, heridas, dolidas—, algo se removía dentro de ella. A pesar de todo lo que él le hizo pasar, también había sido alguien importante. Un cosquilleo suave se le instaló en el pecho, como si el pasado susurrara desde el fondo.
Pasaron los días, y más cartas comenzaron a llegar. Siempre del mismo remitente: ese hombre que una vez fue su todo.
“Mi intención nunca fue lastimarte, pero lo hice. Y lo lamento.”
Laura no respondió ninguna. No sabía cómo. Al principio, las rompía tras leerlas, como si quisiera negarle el poder de afectarla. Pero un día, sin saber por qué, guardó una. Luego otra. Y otra más. Hasta que terminó escondiéndolas todas en una vieja caja de zapatos que celosamente deslizó bajo su cama.
En las noches solitarias, abría aquella caja como quien abre una herida. Leía una a una, como si fueran capítulos de una historia que aún no terminaba. A veces se dormía con una carta en la mano, abrazando el papel como si pudiera regresar el tiempo.
Hasta que un día, decidió que era momento. No podía seguir huyendo de esa historia inacabada. Tomó una hoja, una pluma, y escribió una sola línea. No necesitaba más. Esa palabra era suficiente.
Metió la carta en un sobre, la dejó caer dentro del buzón y se fue a dormir.
Mientras tanto, en algún rincón de la ciudad, alguien abría con manos temblorosas un sobre. Le temía al contenido. Sabía que podía ser el final.
Desplegó el papel.
Y leyó:
“Te perdono.”
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