Despertar cada mañana para darse cuenta de que la cama resulta inmensa,
y que sus brazos no rodean más que una almohada.
Abrir los ojos en la oscuridad,
y saber que no fue más que un sueño.
Octavio estaba afligido.
Había tenido el sueño más hermoso de su vida.
Y despertó.
Esa cruel traición del amanecer.
Esa línea difusa entre lo vivido y lo imaginado.
Tenía esa extraña sensación que se queda flotando cuando uno abre los ojos:
la idea de que quizá, solo quizá, ella estaría ahí.
A su lado.
Como si todo hubiese sido real.
Pero no.
Abrió los ojos esperando encontrarse con su mirada.
Y lo único que halló fue la nada.
Inspeccionó la habitación, rápido, ansioso, como quien busca aire.
Buscó con la mirada a esa mujer que, segundos antes, parecía tan tangible.
Tan suya.
Y no había nadie.
Solo él.
Y el eco de lo que pudo ser.
Frunció el ceño.
Contuvo una lágrima que no supo si era de rabia o de tristeza.
Sus manos apretadas, impotentes, delataban la frustración.
Soltó un suspiro largo.
Se quedó mirando al techo, en silencio,
como si aún pudiera soñarla con los ojos abiertos.
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