Presencia sin cuerpo
No tener control del cuerpo: eso fue lo primero.
Al principio pensó que era cansancio. Quizá estrés. Pero luego vino el segundo síntoma: verse desde fuera. Su cuerpo ahí, inmóvil, respirando apenas. ¿Y su mente? Allá, lejos, en un rincón que no sabría nombrar.
No sabía cómo ni cuándo había ocurrido. Solo que dejó de ser uno para convertirse en dos. Dos seres: cuerpo y mente, desconectados, incapaces de comunicarse. El cuerpo permanecía, tieso, ausente. La mente flotaba por encima, como si el alma hubiera renunciado al timón.
Intentó regresar, claro. Lo hizo muchas veces. Se concentraba. Respiraba. Cerraba los ojos. A veces lo lograba por segundos. Pero el cuerpo se sentía ajeno, como si no fuera suyo. Como si lo habitara alguien más.
Y entonces sucedía.
La música se distorsionaba. Iba lenta, grave, hueca. Las luces estallaban en los rostros de los demás. Los movimientos parecían arrastrarse, como si todos estuvieran bajo el agua. ¿Estaba soñando? No. Sabía que estaba allí. Presente. Pero sin habitarse.
Lo más cruel no era irse. Era saberse yéndose, y no poder evitarlo.
Ahora cada intento de quedarse es más difícil que el anterior. El cuerpo es una prisión de carne sin voz. La mente, un ave al borde de migrar sin regreso.
Y mientras observa su reflejo en el vidrio de una ventana cualquiera, se pregunta:
¿cuándo fue la última vez que fui yo… dentro de mí?
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